Con esa mirada entre imponente y tímida, Zinedine Zidane contesta eligiendo cuidadosamente las palabras sobre el gesto técnico del que solía tirar y que enamoraba a propios y extraños en un documental sobre su vida, obra y milagros. La rueda. La ruleta. La roulette. Pisar el balón, girar sobre tu propio eje y cambiar la dirección para sortear rivales. Un recurso técnico complicado convertido en un coser y cantar por el francés sobre el césped de cualquier campo. La dificultad convertida en sencillez. El regate elevado a su máximo exponente.
Hablar de Zidane es hablar de elegancia y de estilo. De técnica y de control. Del estado más bello del fútbol. Capaz de obras de arte que se quedan grabadas a fuego en la retina. Capaz de azotar a la pelota con todo su alma y acariciarla como si fuera hija suya. Zidane, quizá sin quererlo, se convirtió en un líder, en el alma de un país y en el estilista de todos y cada uno de los equipos por los que pasó. Cada balón imposible se convertía en una reliquia para sus compañeros cuando, en realidad, para él era otro pase más al que no había que darle demasiada importancia.
El motor de aquella Francia épica, invencible, pertinaz, violenta y arrolladora. Cuando Zinedine miraba al horizonte sobre el terreno de juego, con aquellos ojos entreabiertos, casi cerrados, únicamente pensaba en el balón.
Laurent Blanc destacaba una jugada que le sorprendió sobremanera en un partido de Les Bleus contra Alemania en el que los franceses iban perdiendo. Fue una jugada más que se perdió en la nada o, más concretamente, en el tacón de un alemán que salvó el disparo casi sin querer. Fue un robo de balón, en el área francesa y una galopada hacia tierras enemigas dejando atrás rivales con una facilidad pasmosa. Eso fue lo que sorprendió a Blanc. La garra. El empuje. Zinedine era fútbol en su más amplia expresión.
Jugador y equipo formaron una simbiosis que parecía indisoluble. Decir Francia era decir Zidane y viceversa. Cada club por el que pasó se siente hoy todavía orgulloso de haber tenido a aquel francés entre sus filas.Un futbolista capaz de parar el tiempo, de esos de los que se dice que merece la pena pagar la entrada para verlo jugar. Zidane era el dueño de momentos inolvidables. El Mundial de Francia. La volea mágica que le dio al Real Madrid su novena Copa de Europa. Zidane también era el dueño de los momentos que trascienden más allá del resultado final del partido. Un pase de espuela. Dos roulettes consecutivas. El cabezazo a Materazzi en la final del Mundial contra Italia.
El Cannes y sus actuaciones en el Bourdeaux le sirvieron para aterrizar en la Juventus, uno de los grandes de Italia. Con la Juventus, Zidane lo ganó prácticamente todo, encandilando con su estilo al planeta fútbol. Serie A, Copa, Supercopa de Italia y Copa Intercontinental. En 1996 Zidane levantó la Supercopa de Europa tras vencer al PSG 1-6 en París y 3-1 en Italia. Pero en el palmarés de Zizou aún faltaba algo.
La Liga de Campeones se le resistió a Zidane durante su etapa en el conjunto italiano a pesar de que la Juventus jugó dos finales mientras Zizou estuvo en el club. En 1997 la Juve se enfrentó al Borussia Dortmund en el Estadio Olímpico de
Munich. Los italianos partían como claros favoritos después de realizar un espectacular campeonato, pero perdieron el partido por 3-1. El gol de la Juventus lo anotó Del Piero.
En 1998 la Juventus volvió a alcanzar la final del máximo torneo europeo, que se
celebró en el Amsterdam Arena. Enfrente, el Real Madrid de Jupp Heynckes, un equipo que llegaba a aquel último partido con una necesidad imperiosa de conseguir su séptimo trofeo europeo después de 32 años de sequía. Zidane formó aquel día junto a Peruzzi, Torricelli, Di Livio, Pessotto, Deschamps, Inzhagi, Del Piero o Davids. Un gol de Pedja Mijatovic en el 67’ truncó el sueño de la Juventus de levantar el título.
A Zidane comenzó a seguirle una extraña fama de perdedor. No había ganado todavía nada grande. Las dos finales consecutivas perdidas de la Liga de Campeones pesaban demasiado.
Con la selección, Zidane había sido titular en la Eurocopa de Inglaterra de 1996, donde Francia cayó en semifinales en Old Trafford contra la República Checa en la tanda de penaltis.
Su gran momento llegaría en el Mundial de Francia de 1998. Pese a haber sufrido una expulsión contra Arabia Saudí que le costaría dos partidos de sanción, Zidane se levantaría como el ídolo de aquella selección. Fue un 12 de julio de 1998 delante de 75.000 personas en Saint-Denis en la gran final del Mundial frente a Brasil. El fútbol de Zidane apareció en toda su apoteósis. Excelso control del centro del campo y dos goles de cabeza que llevaron al éxtasis a todo un país. Zinedine acababa de convertirse en el símbolo de la Francia multirracial (en el Mundial del 98, de los 22 jugadores de la selección solo 8 eran de padre y madre franceses). Francia no se había clasificado para Italia '90 ni para USA '94. En 1998 todo cambió.
Recogió el Balón de Oro a los 26 años gracias, en parte, a su actuación en el Mundial. Días después recogía el premio FIFA a Mejor Jugador por delante de Ronaldo y Suker. Zidane vivía uno de sus mejores momentos, que se extendería a la Eurocopa del 2000 que ganaría Francia, a pesar de que Zinedine no tuviese su mejor día en aquella final en Rotterdam frente a Italia. Mientras celebraba un nuevo título que añadir a su palmarés, Florentino Pérez estaba ya inmerso en la creación de un Real Madrid plagado de estrellas. Una constelación galáctica a la que ya había atraído a David Beckham, Ronaldo o Luis Figo. El siguiente fue Zidane, que recaló en la casa blanca por la nada desdeñable cifra de 71 millones de euros.
Su adaptación al Real Madrid fue lenta. Y en ocasiones, dolorosa. Un estilista como Zidane no fue ajeno a los murmullos y a los pitos de una grada como la del Santiago Bernabéu. Unas veces tan exquisita y entendida. Otras tan manipulada y mangoneada. Como tantas otras veces, a Zidane le bastó con un par de movimientos mágicos para meterse al público en el bolsillo.
Para el madridismo, decir Zidane es viajar en el tiempo a aquella noche del 15 de mayo del 2002 en el Hampden Park de Glasgow. Enfrente un Bayer Leverkusen que había probado temprano la picadura de Raúl González pero que supo recomponerse gracias a Lucio y empatar el partido. Moría la primera parte cuando Roberto Carlos se decidió a correr la banda como tantas otras veces lo había hecho. Puso el balón. Zidane suspendió su pierna en el aire durante unos segundos eternos y golpeó de volea. Una volea para la historia. La Novena Copa de Europa del Real Madrid reducida a un momento mágico por obra y gracia de Zinedine Zidane. Un empalme preciso con la izquierda para sumar a su palmarés el título que le faltaba.
"Hablo más como hincha del fútbol que como periodista y quiero agradecerle el gol que ha marcado porque es el más bonito que he visto en mi vida". Un periodista escocés se había levantado en la rueda de prensa posterior al partido para dirigirse a Zidane. "Muchas gracias", contestó el francés, tan discreto como siempre. Cuando se levantó, los periodistas le regalaron una ovación. Con esa mirada entre imponente y tímida, Zidane apenas si se había inmutado. No se le notó ni un ápice de emoción.
Años después lo vi llorar cuando anotó de cabeza el empate a tres frente al Villarreal en lo que parecía iba a ser su último servicio en el Santiago Bernabéu. Quien lo diría. Suerte Zizou.
Su gran momento llegaría en el Mundial de Francia de 1998. Pese a haber sufrido una expulsión contra Arabia Saudí que le costaría dos partidos de sanción, Zidane se levantaría como el ídolo de aquella selección. Fue un 12 de julio de 1998 delante de 75.000 personas en Saint-Denis en la gran final del Mundial frente a Brasil. El fútbol de Zidane apareció en toda su apoteósis. Excelso control del centro del campo y dos goles de cabeza que llevaron al éxtasis a todo un país. Zinedine acababa de convertirse en el símbolo de la Francia multirracial (en el Mundial del 98, de los 22 jugadores de la selección solo 8 eran de padre y madre franceses). Francia no se había clasificado para Italia '90 ni para USA '94. En 1998 todo cambió.
Recogió el Balón de Oro a los 26 años gracias, en parte, a su actuación en el Mundial. Días después recogía el premio FIFA a Mejor Jugador por delante de Ronaldo y Suker. Zidane vivía uno de sus mejores momentos, que se extendería a la Eurocopa del 2000 que ganaría Francia, a pesar de que Zinedine no tuviese su mejor día en aquella final en Rotterdam frente a Italia. Mientras celebraba un nuevo título que añadir a su palmarés, Florentino Pérez estaba ya inmerso en la creación de un Real Madrid plagado de estrellas. Una constelación galáctica a la que ya había atraído a David Beckham, Ronaldo o Luis Figo. El siguiente fue Zidane, que recaló en la casa blanca por la nada desdeñable cifra de 71 millones de euros.
Su adaptación al Real Madrid fue lenta. Y en ocasiones, dolorosa. Un estilista como Zidane no fue ajeno a los murmullos y a los pitos de una grada como la del Santiago Bernabéu. Unas veces tan exquisita y entendida. Otras tan manipulada y mangoneada. Como tantas otras veces, a Zidane le bastó con un par de movimientos mágicos para meterse al público en el bolsillo.
Para el madridismo, decir Zidane es viajar en el tiempo a aquella noche del 15 de mayo del 2002 en el Hampden Park de Glasgow. Enfrente un Bayer Leverkusen que había probado temprano la picadura de Raúl González pero que supo recomponerse gracias a Lucio y empatar el partido. Moría la primera parte cuando Roberto Carlos se decidió a correr la banda como tantas otras veces lo había hecho. Puso el balón. Zidane suspendió su pierna en el aire durante unos segundos eternos y golpeó de volea. Una volea para la historia. La Novena Copa de Europa del Real Madrid reducida a un momento mágico por obra y gracia de Zinedine Zidane. Un empalme preciso con la izquierda para sumar a su palmarés el título que le faltaba.
"Hablo más como hincha del fútbol que como periodista y quiero agradecerle el gol que ha marcado porque es el más bonito que he visto en mi vida". Un periodista escocés se había levantado en la rueda de prensa posterior al partido para dirigirse a Zidane. "Muchas gracias", contestó el francés, tan discreto como siempre. Cuando se levantó, los periodistas le regalaron una ovación. Con esa mirada entre imponente y tímida, Zidane apenas si se había inmutado. No se le notó ni un ápice de emoción.
Años después lo vi llorar cuando anotó de cabeza el empate a tres frente al Villarreal en lo que parecía iba a ser su último servicio en el Santiago Bernabéu. Quien lo diría. Suerte Zizou.









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